Tlaltenango es una colonia de la ciudad de Cuernavaca. Antes en la época de la colonia era un pequeño pueblo que no pertenecía a la ciudad. En el año de 1521 Hernán Cortés y sus soldados llegaron a un pueblo de la antigua Cuauhnáhuac, cuyo nombre era Zacanco Tultenanco, que luego los conquistadores nombraron Tlaltenango. Según el célebre erudito en lengua náhuatl Robelo, la palabra Tlaltenango proviene de las voces Tlalli: Tierra; Tenamitl: Muralla y co: en; cuya traducción es: “En la muralla de la tierra.”
Según textos que refieren en 1529, Hernán Cortés estableció en Tlaltenango, el primer ingenio azucarero de América, cuando ya el pueblo se había convertido a la Fe Católica, cuya labor de evangelización se había iniciado en el año de 1523.
A tres kilómetros de Cuernavaca, se encuentra este pueblo en donde Cortés en 1523, hizo la Iglesia del Señor san José y el Señor de la Misericordia, cuyas imágenes trajo de España, anteriormente llevadas a la Catedral de Cuernavaca.
Varios ancianos- patriarcas de Tlaltenango, conservan antiguas transcripciones, manuscritos que constatan lo anterior. Se dice también que, Fray Pedro Melgarejo de Urrea fue el primer fraile que misionó en esta tierra de la antigua Cuauhnáhuac.
LA TRADICIONAL FERIA
Desde hace más de 220 años, a decir de algunos autores; ha florecido hasta nuestros días la bella tradición, por la Veneración, en su Santuario de Tlaltenango, de la imagen de Nuestra Señora de los Milagros. Miles de peregrinos, procedentes principalmente de: Ixtapalapa, D.F., San Pedro Tlaltizapán, Méx., Xochimilco, D.F., Almoloya del Río, Edo. de México, San Pedro Atlapulco, San Francisco Tlaltengo y muchos lugares más concurren a la gran feria del 8 de septiembre. La misa ha sido celebrada, algunas veces con los fieles en la plazoleta por la cantidad de visitantes.
El entusiasmo es desbordante, con los toritos, los castillos y cohetes. La solemnidad de los estandartes y banderas de distintas y numerosas sociedades, católicas y civiles, se intensifica los días 7, 8, y 9, días en que algunos comercios de Cuernavaca deben suspender labores dado el interés de los propios cuernavacenses en desfilar desde el centro de la ciudad hasta el Santuario, o de participar en el canto de las Mañanitas a la Virgen.
DOS ILUSTRES VIAJEROS
Corría el año del Señor 1720. Una tarde del último día de mayo, el mes de las flores, cargando una bien guarnecida caja, se presentaron dos mancebos que al parecer, venían de Acapulco. Descansaron de su carga en portalón de la hostería, donde antaño estuviera la hacienda e ingenio de Cortés.
Allá adentro se oían voces y carcajadas, canciones andaluzas, cantos flamencos. Un grupo de españoles y mestizos jugaban a los naipes y apostaban buenos tarros de generoso vino celebrando la llegada de unas barricas procedentes de Valencia, Murcia, Málaga y alicante, que hacía más de un año que estaban en el puerto de la Veracruz, por dificultades de transporte.
Los gallardos mozalbetes temiendo inmiscuirse con aquellas gentes no se atrevieron a pedir ni un vaso de refrigerante agua que es lo que más hubieran deseado ya que el calor propio del mes de mayo y la pesada larga caminata, los hacía sudar y arder de asfixiante sed. Se limpiaron el sudor que perlaba sus frentes, y se disponían a buscar alojamiento en alguna casa particular, lejos del bullicio.
Cuatro peones, nacidos en México pero de padres hispanos, que más que trabajar en el campo simulaban ser capataces de los demás, se dirigían a la tienda sabedores de nuevos viejos vinos que la tarde anterior habían llegado. Y al ver a los jóvenes de presentación varonil y rostros principescos, a la par de modestos y circunspectos, sorprendidos suspendieron su camino.
Queriendo halagar, a tan honorables huéspedes y enlazarlos con el dorado hilo de la simpatía, les ofertaron un vaso de buen vino, el cual, con recato y finura declinaron. Con un dejo de melancolía se despidieron diciéndoles: “entonces, muy buenas tardes les de Dios a sus mercedes.” Ellos contestaron: “¡A Dios les encomendamos que Él los bendiga!”
Los dos jóvenes preguntaron por una casa de huéspedes y les informaron de la de doña Agustina Andrade. Allá se dirigieron siendo bien recibidos y esmeradamente alojados en el mejor aposento. En la estancia, donde descansaron su secreto arcón sobre una mesa compuesta de dos tablones sostenidos por dos troncos de árbol.
Cuando los rosicleres de la aurora, anunciaban el nuevo orto allá en el lejano horizonte, las estrellas abandonaban sus escaños de plata y el último polvo de la luna brillaba en sus cabellos melados a este par de adolescentes, con rítmica cortesía se despidieron de doña Agustina rogándole que cuidara de su valioso arcón, constituyéndola depositaria hasta su próximo arribo. La lumbre de sus ojos garzos iluminó la faz de doña Agustina deslumbrada por su belleza prometiéndoles guardar su tesoro como en un relicario.
Pasaron varios días, doña Agustina estaba muy intrigada, alimentando la ilusión y abrigando la esperanza de que los gallardos jóvenes volvieran. Por fin se decidió doña Agustina a clausurar la habitación hasta nueva orden. Pues cada vez que entraba a la habitación padecía insomnio por estar pensando en la belleza de los portadores del arca cada vez más arcana.
Pues sucedió una noche, sin poder dormir, se levantó a tomar aire y acertó a pasar junto a la famosa habitación. Y fue dulcemente sorprendida por una música celestial que salía del cuarto. Trajo la llave, prendió la luz y su misma sombra proyectada le producía espanto. Despertó a sus hijos e hijas. Todos oyeron la música. De común acuerdo pensaron no decir nada a nadie tal misterio. Pero la música siguió escuchándose, por los resquicios del arca salían hilos de luz tan vivos y tan blancos como los de un lucero; silenciosos se miraban unos a otros sin explicarse nada. La maravilla siguió adelante, pues notaron que además de las notas musicales y de la bellísima luz, exhalaba la cajita un exquisito perfume, a veces como de nardo, unas ocasiones como de sándalo, otras como linaoe.
El secreto no pudo seguir más. Habían pasado dos meses, finalizaba agosto. Por lo que ya decidieron dar parte a las autoridades, tanto civiles como eclesiásticas. Pero temían que les arrebataran aquel tesoro, se creían propietarios, ya que los dueños no habían regresado. Fluctuaban, vacilaban, a ratos decidían, a ratos pensaban lo contrario, pero resultó que los vecinos se dieron cuenta de todo por las imprudencias de alguno de la familia que lo contó a los amigos de confianza.
Lo que había sido un secreto familiar, se hizo del dominio público, ya no quedaba otra alternativa, sólo había una cosa por hacer: avisar a las autoridades. Pues si no lo hacían tal vez serían reconvencidos.
El 13 de octubre de 1709, había tomado posesión de la parroquia de la Asunción de María (hoy Catedral de Cuernavaca) y el convento franciscano de Cuernavaca el M. R. P. Fray Pedro de Arana de la orden franciscana. Era al mismo tiempo Cura de la parroquia y guardián del convento. Tenía como 40 años de edad, hombre lleno de ciencia y virtudes, difícil de sorprender con supetisticiones que había entre los indígenas y los españoles.
Muy de mañana, cuando a penas había desayunado, se presentó doña Agustina con varios vecinos de Tlaltenango. Esperaba la comisión en la sala de recibo, al frente del salón había una bella imagen de Cristo crucificado, ejecutada en marfil, regalo de doña Juana Ramírez de Arellano y Zúñiga de Cortés, que había sido gran benefactora del convento.
Estaban mirando la imagen cuando llegó M.R.P. Guardián. Después de saludarse, la comisión explicó su cometido: Se mostró impasible, preguntó si era todo, para retirarse porque su presencia la reclamaba el reglamento de la casa, al ver doña Agustina su incredulidad, se explayó mejor, rogándole que fuera ese mismo día a cerciorarse. “Allá iré esta noche”, respondió Fray Pedro y se levantó despidiéndose amablemente.
En seguida la comisión se trasladó al palacio del Alcalde Mayor de Cuernavaca, y habiendo escuchado todo el relato, se mostró maravillado y prometió ir con Fray Pedro, su excelente amigo, para ser juntamente la inspección de la caja misteriosa.
En el ocaso del día, Fray Pedro de Arana salió del convento tocada la cabeza con su capucha y acompañado por un lego. El Alcalde Mayor, acompañado por dos guardias de palacio, ya de acuerdo, esperaba en la puerta del atrio. Reunidos los cinco personajes hicieron la caminata a pie para no llamar la atención yendo en manso burritos o en caballos.
En las entradas del pueblo de Tlaltenango, todas las gentes reverenciaban a los monjes y saludaban respetuosas al Alcalde y a sus acompañantes. Llegaron a la casa de doña Agustina y después de los saludos los guió al cuarto. La hora era propicia para observar los fenómenos de la luz que encerraba la misteriosa cajita. El alboroto de los visitantes y la bulla de los huéspedes no dejaban escuchar las melodías salidas del arcón.
El P. Guardián mandó que hubiera silencio y que se apagaran los faroles que habían llevado. ¡Oh maravilla, la música se escuchó con mayor claridad y belleza! Y poco a poco pudieron constar que por las hendiduras de la caja salían resplandores como luz de bengala: la habitación se iluminó sola como si oculta e indirectamente se hubieran instalado fuertes lámparas eléctricas de nuestra moderna y blanca luz. El perfume que se desprendía del arcón deleitaba el olfato de todos que estaban callados como una momia de Egipto.
Nadie se atrevía a moverse todos parecían esfinges, oían, miraban, escuchaban sin salir de su asombro. En esta especie de asombro permanecieron un rato. Por fin Fray Pedro deshizo el paréntesis de silencio dando algunos pasos hacia la caja. La tocó, la observó, la examinó e hizo señas de traer alguna herramienta para abrirla. Todos estaban ansiosos esperando que se abriera la caja.
Cuando con mano temblorosa por la emoción Fray Pedro levantó la tapa del arcano arcón, apareció ante la vista de todos la Hermosísima Virgencita en acojinada felpa y nivea seda con ribete buriel y azul. El nimbo luminoso que circupía sus inmaculadas sienes, despedían vivos resplandores que invadían toda la estancia. Sus virginales manos juntas y en actitud suplicante irradiaban igualmente bellísima luz ingrávida y sutil. Y a través de sus brillantes vestiduras de tisú riquísimo brocado, también se desleía blanquísima iluminación.
Sensiblemente todos doblaron las rodillas, postrándose de hinojos en el suelo, dilatando sus pupilas y enfocaron sus retinas para captar célica belleza. Fray Pedro se bajo la capucha sobre los hombros y reverente se inclino hasta sus purísimas manos que besó con ternura. Igual hicieron todos con doña Agustina, sus familiares y vecinos del pueblo. Su túnica era color de rosa y el manto azul.
El 30 de agosto de 1720 la sacro santa imagen fue en procesión al vecino Templo antiguo que fabricara don Fernando, dedicado al Patriarca san José. El arcón fue llevado en hombros por el Padre Guardián, sus frailes y el Alcalde de Cuernavaca. Con velas, faroles, candiles y ocotes encendidos alumbraban el recorrido de la procesión. Al llegar a la antigua Iglesia, el arcón se guardó en la sacristía y el mariano simulacro se erigió sobre su argentina peana a cuya vista rompieron todos en llanto y aclamación..
El Guardián del convento y párroco de Cuernavaca aprovecho la concurrencia para anunciar la feliz llegada de la Virgen de Tlaltenango porque aquí quiso manifestarse. Con inefable ternura ofreció volver al día siguiente para que se celebrara una solemne misa y empezar el rezo de su novena que terminaría el 8 de septiembre, el día en que la Santa Iglesia recuerda y festeja a la Santísima Virgen en el Misterio de su gloriosa Natividad. Desde entonces año con año se solemniza su aparición con una feria que ha llegado a ser entre las Marianas la más famosa de la región.
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